martes, 5 de junio de 2012

El cuento más triste del mundo

“Erase que se era, no hace tanto tanto tiempo, en un lugar cercano que vivía un joven príncipe, un joven príncipe que una mañana despertó sumido en un hechizo de tristeza. Vagaba por los rincones de las frías salas de su frío castillo, ocultándose en las sombras, secándose las lágrimas que le caían a cada suspiro. Un día, su madre la reina, decidió llamar a la bruja más poderosa de aquellas tierras, quien se reunió con el joven príncipe y escuchó sus tristezas. La bruja capturó estas tristezas en un tintero y con esa tinta escribió el cuento más triste jamás escrito. Un cuento que habla de bailarinas cojas y pintores ciegos. De estrellas que viven en países donde nunca anochece y de magos sin chisteras ni conejos. Todas las profundas tristezas del joven príncipe fueron traspasadas, palabra por palabra, a las hojas de aquel libro, libro que la poderosa bruja escondió en lo más profundo de las mazmorras, pues sabía que quien lo leyera caería vencido por la más profunda de las tristezas.

Y ese libro fue encontrado y leído, y pasó de mano en mano, y ahora está aquí conmigo y desafío a quien quiera leerlo. Si sois capaz de leer dos hojas al azar de este cuento sin derramar una lágrima, os llevaréis dos monedas, si por el contrario lloráis, o cualquier peor cosa, las dos monedas serán para mi.”

Enrique quedó boquiabierto con las palabras de aquel feriante, un hombre con aspecto de pobre diablo, de mendigo viejo. Un hombre menudo, cubierto por mantas haraposas y calzones roídos, delgado, calvo, de largos cabellos y barba blanca. En una mano un bastón hecho con una rama de olivo sobre el que descansaba el peso de su encorvado cuerpo, y en la otra: un viejo y mohoso libro que blandía sobre su cabeza. Ni tan siquiera valiéndose de la altura que aquel artesanal e improvisado escenario le daba, lograba parecer persona.

A Enrique le gustó el cuento pero no acabó de creerlo: ¿quién y por qué iba nadie a querer leer un libro para estar triste? A Enrique no le gusta leer para entristecerse, a Enrique le gustan los libros para viajar, para enamorarse de exóticas mujeres de carnes negras, para sentirse un oso, un lobo o un señor. 

Enrique, con sus ventidós años, es un muchacho inquieto, despierto, alto y fibroso como un potro, de rasgos aún finos y barba ya cerrada, moreno de piel y pelo, ojos oscuros y tranquilos. Enrique trabaja en el monasterio, ayuda a los monjes a encuadernar y reparar las pieles de las cubiertas de los antiguos códices, y es por eso que no sale mucho, su única salida es al barrio de los curtidores, donde tiene que ir casi todas las semanas a recoger o encargar los pedidos de cuero. Pero últimamente Enrique acelera las visitas, va incluso sin que haya verdadera necesidad para ello, y es que Enrique ha conocido allí a Mariela.

Mariela tiene diecisiete años, y no ha mucho que ha empezado a trabajar tintando de vivos colores los malolientes cueros, como ya lo hacía su madre. Los tintes de la casa de Mariela son los más valorados en la región, y es porque la madre de Mariela es de tierras de más allá del horizonte, y su técnica y sus pigmentos, son secretos traídos de tierras extranjeras. Y también de aquellas lejanas tierras provienen los ojos verdes de Mariela, su cabello color fuego y su piel blanca como la nieve de las montañas. Y Enrique se imagina tocando esa piel y, al igual que ocurre con la nieve, se acaba quemando.

Enrique había estado hablando con Mariela esa misma mañana, la excusa que había usado para presentarse en su casa está vez había sido interesarse por unos tintes, que sabía no iban a llegar hasta bien pasada la luna nueva. Mariela ya se había acostumbrado a Enrique, sabía que no pasa una semana sin que aparezca por su casa, unas veces con motivo, el cual alarga para alargar la visita, otras veces sin motivo. Mariela recuerda divertida incluso aquella vez que se presentó fingiendo haberse equivocado de puerta. A Mariela Enrique le hace gracia, le gusta su pose desgarbada, su tartamudeo nervioso cuando le habla, su sonrisa amplía y sincera, se imagina envuelta en aquellos largos brazos, siendo susurrada al oído… Mariela espera ansiosa la visita, con o sin motivo, de Enrique. Y es por eso que, esta mañana cuando él ha ido a verla con una escusa vaga, ella le ha dejado entrever que esa misma tarde iría a la feria de la plaza, y es por eso que Enrique, vestido con su camisa más blanca, está paseando por la feria de la plaza.

Enrique ojea los puestos de la feria: los hay de comida, los hay de bebidas, atracciones como el viejo y su libro, la víbora de dos cabezas, o los gemelos cuasiforzudos, pero todos cuestan dinero, y Enrique cae en la cuenta de que quiere agasajar a la más hermosa de las mujeres sin una moneda en el bolsillo, y sus ojos de cruzan con los del viejo del libro.

Enrique observa el libro. Realmente es un libro antiguo, muy antiguo, le entra la curiosidad: ¿qué mal puede hacerle un libro? Y más a él: si hay un hombre feliz ahora mismo es él. Él va a estar con Mariela esta tarde, va a estar con ella hablando de todo y de nada pero no de pieles y tintes, va a poder mirarse en esos ojos verdes con el aire impregnado en el aroma de las manzanas asadas, va a poder pasear con ella, alejarse de la plaza, adentrarse en el bosque, y… ¿quién sabe? quizás hasta podrá robarle un beso. Pero todo eso no será posible si ni tan siquiera tiene media moneda para comprarle algo bonito en los puestos de alhajas.

-Si sois capaz de leer dos hojas al azar de este cuento sin derramar una lágrima, os llevaréis dos monedas, si por el contrario lloráis, o cualquier peor cosa, las dos monedas serán para mi.- Repite el viejo con voz cansina.

Enrique decide que esas dos monedas serán para él y para Mariela, levanta la mano ofreciéndose voluntario. El grupo de gente que rodea el tenderete del viejo se gira hacía Enrique, unos lo miran sorprendidos, otros con risas entrecortadas, otras, las más mayores, con lástima y miedo.

-Sube muchacho, sube...

Dice el viejo mientras le acerca la punta del bastón para que le sirva de ayuda al subir al escenario. Enrique se aferra al bastón y de un salto sube. Comprueba sorprendido que aquel viejo tiene mucha más fuerza de la que aparenta.

-¡He aquí un valiente! –grita el viejo a la docena de personas que observaban el espectáculo- ¿Estás decidido a lo que vas a hacer? Otros muchos lo han intentado y debo advertirte que todos se arrepienten de haberlo hecho. Este libro ha hecho llorar a capitanes del ejército imperial, a prostitutas y obispos, a nobles, príncipes y brujas. He aquí el libro maldito –dice enseñándolo a la concurrencia- ¡Toma! Ábrelo al azar y comienza a leer, no lo hagas en voz alta y no pares hasta no terminar dos hojas completas. Si finalizas sin derramar una lágrima las dos monedas son tuyas y podrás hacer con ellas lo que quieras.

El viejo entregó el libro a Enrique, éste lo ojeó. Realmente era un libro viejo, posiblemente era el libro más viejo que Enrique había visto nunca. Los cueros de las cubiertas estaban cuarteados, las inscripciones, antaño en pan de oro, apenas se podían leer, pero se adivinaba un título: “Saltamontes sin color”. Antes de abrir el libro Enrique vigila la plaza buscando los ojos verdes de Mariela.

Enrique abre el libro hacia la mitad, antes de empezar a leer comprueba que las hojas están estropeadas, todas ellas, por las lágrimas de aquellos que antes que él intentaron leer el libro. Eso no intimida a Enrique. Enrique se sabe feliz, es joven, está sano y Mariela le está esperando. Mientras Mariela esté ahí él será un hombre feliz.



Enrique no recuerda lo ocurrido, está rodeado de una docena de personas que lo felicitan y dan palmadas en la espalda. Tras él, un viejo subido a un escenario, grita maldiciones antiguas y advertencias incomprensibles.

Enrique se descubre dos monedas en la mano. No sabe qué hacer con ellas, marcha a casa. Unos ojos verdes derraman lágrimas y un viejo subido a un escenario se lamenta:

El libro siempre gana…


jueves, 31 de mayo de 2012

PILAR URRUTIA MARTINEZ


“Si no fuera por ti, ahora estaría yo donde tú estás” repite Raúl mentalmente plantado erguido frente a aquella tumba.

Los recuerdos del pasado estaban plagados de lagunas para Raúl, nieblas en la memoria que él mismo se había provocado y que ahora, como si de aquella lápida soplaran fuertes vientos, se estaban disipando. Raúl al recordar compara, y ahora se siente vivo, sus cinco sentidos están siempre ahora alerta, palpando la vida con la piel, lamiéndola, devorándola con la mirada, aspirándola en grandes bocanadas de optimismo, escuchando como le susurra poemas al oído…

La luz roja del atardecer alargaba las sombras de las lápidas y tumbas de aquel parque, porque eso es lo que aquel lugar le parecía a Raúl: un hermoso parque. Se imaginó allí mismo extendiendo un bonito mantel de cuadros rojos y blancos, y sacando la merienda de una cesta de mimbre. Algún día, ¿por qué no? Ahora ya nada le impedía el hacer ese tipo de cosas.

Raúl transita por las letras esculpidas en aquel oscuro mármol con las yemas de los dedos, lo está leyendo, otra vez. Lo ha leído con los ojos, lo ha pronunciado en voz alta para poder escucharlo, y ahora lo está memorizando con el tacto:

PILAR URRUTIA MARTINEZ
1975 – 2010

Hacía ya dos años que Pilar estaba viendo crecer las flores desde abajo. Pero Raúl sabía que Pilar seguía junto a él, que allí, bajo la fría tierra, no existía vida, y Raúl sabía que Pilar continuaba viva.

Es curioso pensar que el mismo año que Pilar murió Raúl estuvo muy cerca de la muerte. ¿Hubiera sido posible que se encontrasen junto a San Pedro?, ¿se hubieran reconocido entonces? Pero eso no ocurrió así: ese año murió Pilar, y Raúl, tras sobrevivir otro invierno más y cuando los días empiezan a alargar y la calle huele a azahar, conoció a Pilar, y las estaciones y los años dejaron de ser una dura prueba de supervivencia.  Y aunque hasta hoy Raúl desconocía el nombre de aquella mujer sí sabía mucho de ella, unas porque las sentía, y otras porque las había investigado, aunque para ello hubiese tenido que recurrir a los favores personales y al soborno disfrazado de donación altruista.

Estaba anocheciendo, Raúl sabe que debe marchar, que los muertos prefieren estar solos cuando el cielo se cubre de sus reflejos en forma de estrella. Raúl está a punto de irse cuando se da cuenta de una cosa: no se ha presentado, Pilar no sabe quién es él y él lleva allí, frente a ella, varias horas.

  -- Hola Pilar, soy Raúl. He venido de lejos sólo para verte, a conocer tu ciudad, tus costumbres, tu gente. Quiero saberlo todo de ti para comprenderme yo un poquito mejor. Hace un par de años, cuando tuviste el accidente, yo estaba enfermo, muy enfermo.  Pero llegaste tú. Me despertaste de madrugada una noche de abril, rápido recogí la maleta ya preparada y fui a tu encuentro, tú estabas llegando en helicóptero. Y desde entonces estás dentro de mi, mi corazón es tuyo. Gracias a que tú sigues viva dentro de mi yo respiro, corro, beso y hasta me he enamorado, y estoy seguro que eso último es cosa tuya –sonríe complice- y por eso vengo a darte las gracias: gracias por permitirme usar tu corazón para algo más que bombear sangre.

Con el rostro plácido, sabiéndose con el deber cumplido, Raúl deja una rosa roja sobre la lápida y se aleja de Marta. Es consciente de que pronto regresará para volver a hablar con ella.

A lo lejos, tras las altas rejas del cementerio, una mujer embarazada espera a Raúl.


Paco y Elena



Aquel póster corporativo de hospitales privados había hipnotizado a Elena, quien ensimismada lo miraba enumerando aquellas ciudades donde había réplicas exactas de hospitales como aquél en el que ella estaba.

Elena estaba nerviosa y temblorosa, las manos empapadas en sudor la delataban como la hipocondriaca que era. Tenía pánico a los médicos y a sus diagnósticos. Tenía miedo a la enfermedad que no al dolor de la cura, pero llevaba varios días con molestias y aquella mañana se había despertado con la corazonada de que debía acudir a urgencias del hospital, que si no acudía ese mismo día lo lamentaría durante toda su vida. Elena se armó de valor, estuvo todo el día reuniéndolo, juntando cachitos de valentía que le hicieran olvidar el verde del quirófano, el falso olor a limpio de los hospitales, la luz fría que ilumina los impersonales pasillos de cualquier hospital, el atronador silencio que se respira por las noches en esos mismos pasillos, la sensación de soledad, impotencia, miedo y muerte que desprende cualquier enfermedad por leve que ésta sea.


Era la primera vez que Elena se enfrentaba sola al hastío de la sala de espera. La última vez que lo hizo, de esto hace mucho mucho tiempo, lo hizo acompañada de Sebastián. Fue él quien la instó a que acudiera a urgencias, ella no quería: “¿Y si me sacan algo malo?” repetía intentando no usar el tono de voz de una niña malcriada. “¿Y si no te lo sacan y te consume?” le susurraba él, le imploraba él apretando las manos de ella entre las suyas como quien emite plegarias antes de acostarse. Sebastián sonrió feliz al saber que no era más que un quiste benigno, un pequeño susto. Elena durmió tranquila esa noche como no lo hacía desde que era niña.


Elena ahora tenía el mismo miedo y angustia que aquella otra vez hace mucho, mucho tiempo. Elena tuvo suerte una vez, no tenía por qué repetirse aquel golpe de azar. Elena se sabía sin suerte, de haberla tenido ahora Sebastián seguiría allí, a su lado, y de haber tenido suerte ella no le habría asfixiado con sus silencios, no le habría hecho enloquecer con sus manías, no le habría abierto la puerta y empujado a la calle. Elena se replegó en sus pensamientos y su cuerpo respondía recogiéndose sobre sí mismo en la incómoda silla de la sala de espera, y tiembla, Elena está temblando.


- No tengas miedo.


Una voz masculina saca a Elena de su ensimismamiento. Elena gira la cara y se tropieza con unos ojos verdes que le hacen sentir un vendaval corriéndole por dentro. Esos ojos de ese desconocido le son familiares aún siendo de un extraño. En instantes, casi sin quererlo pero sin perder detalle, Elena recorre el rostro de aquel extraño: pelo moreno, revuelto, ojos verdes y sinceros, sedosos, cara de líneas rectas, la barba a medio recortar, nariz angulosa… los labios carnosos, besables, cordiales, que dibujan la sonrisa de un duende libidinoso.


Elena casi no acierta a responder.


- No tengo miedo, ya no.


Elena, ruborizada, se atreve ahora a mirar de reojo el cuerpo de aquel hombre, un cuerpo grande y protector, ropa deportiva, y mira como con la mano derecha sujeta una muñeca izquierda hinchada. El nombre de Elena resuena en la sala de espera de aquel hospital, una voz impersonal y cansada la está llamando por la megafonía.


-Ahora no tengo tiempo, pero… -balbucea Elena.
-Tranquila Elena –Elena escucha su nombre en aquella voz y nota como le tiritan las rodillas- Te espero aquí.


Elena, sin miedo, presta su cuerpo a las pruebas y los análisis, pero sólo su cuerpo, su alma sigue en la sala de espera, al lado de aquel hombre al que le duele la muñeca izquierda y que la está esperando.




*************************************************************



Paco espera en la calle fumando un cigarro, a sus espaldas las puertas de urgencias de un gran hospital. Paco, con el brazo izquierdo en cabestrillo y la muñeca vendada, repasa lo ocurrido sin dejar de estar atento a quién entra y sale de aquel hospital, se palpa la cabeza buscando un chichón, una brecha, una señal de un golpe inexistente que explicase lo ocurrido: su necesidad de hablar con Elena.


Paco recuerda su negativa inicial a jugar esa tarde ese partido de tenis, piensa en lo que le tuvieron que insistir para que fuera. Ahora Paco agradece el golpe dado contra su compañero de dobles y que le había llevado hasta las puertas de urgencias de aquel hospital.


Él ya estaba en la sala de espera cuando entró ella. Él se había caído jugando al tenis y se dolía de la muñeca, él estaba esperando los resultados de las radiografías cuando entró ella: una mujer menuda, joven, de su misma edad más o menos, con el pelo largo y ondulado, castaño, con destellos pelirrojos, un vestido largo y fresco bailando al compás que ella marcaba a cada paso que daba. Él escucha que lo llaman por megafonía, lo ignora, la sigue con la mirada, ve donde se sienta, y se sienta junto a ella.


Paco, entonces, la observó en la cercanía sin que ella, sumida en sus pensamientos, lo advirtiese: piel pálida, nariz pequeña y pecosa, ojos marrones de largas pestañas, barbilla redondeada, labios de sabor a miel. Elena estaba juntó a él sin artificios, sin maquillaje ni máscaras, mostrándole quien era ella y no pudiendo disimular el miedo que sentía. Paco quedó atrapado en ella.


El corazón de Paco brinca cada vez que, tras las puertas tintadas de urgencias, cree ver la silueta de Elena. No entiende qué hace allí, no sabe por qué la está esperando, no sabe siquiera si ella aparecerá. Enciende otro cigarro, gira su cuerpo para evitar la brisa que le apaga la llama del mechero y ve, casi hipnotizado, como se abren las puertas de aquel hospital y Elena aparece iluminada por la luz de aquel atardecer de verano.


-Hola, soy Paco.
-Hola soy Elena.
-Lo sé…




*****************************************************************




Elena continua adormecida en la cama, lleva así ya varios días. Paco, a su lado, la observa, no se separa de ella, quiere que ella abra los ojos y sea a él lo primero que vea, él quiere verse reflejado en esos ojos marrones de largas pestañas.


Paco observa detenidamente el rostro de la mujer que ama, y que lleva amando ya cuatro años, los mejores cuatro años de su vida, sin duda. Paco acaricia la cabeza desnuda de Elena, la arropa suavemente, con miedo por hacerle daño en su débil cuerpo, se detiene en los brazos, delgados como juncos, castigados por agujas conectadas a goteros, las ojeras enmarcando las cuencas de los ojos. Paco la sigue viendo hermosa.


Hoy hace cuatro años que Paco y Elena se conocieron en la sala de espera de aquel hospital, hoy hace cuatro años que empezaron las visitas a los médicos, las revisiones, las intervenciones, los tratamientos… 



Elena había perdido ya su miedo a los médicos y sus diagnósticos. Cuando le dieron el suyo, el peor de todos, Elena permanecía tranquila, Paco la acompañaba, estaba a su lado, cogiéndola de la mano, abrazándola con la mirada.

-No tengas miedo.- Le decía una y otra vez.
-No tengo miedo.- Le respondía ella sonriendo.


Nunca, en ningún momento, Paco se separó de Elena y Elena, nunca, en ningún momento, mostró ante Paco ni ante nadie síntomas de miedo o preocupación:


-¡Qué sea lo que sea! Me da igual –solía decirle Elena sonriendo a Paco- Si muero mañana y lo hago a tu lado habrá merecido la pena.


Habrían sido cuatro años infernales para cualquier otro, pero para Paco y Elena han sido los cuatro mejores años de todas sus vidas. Han saboreado la felicidad de saberse el uno junto al otro a cada instante, han devorado las sonrisas, las complicidades, los silencios buscados, las caricias, los embistes. Paco y Elena son dos personas que nacieron para encontrarse. Elena sabía que era la diosa de Paco, y Paco sabía que él era el ángel de Elena.


Paco y Elena se quisieron y quieren tanto que no hay vida suficientemente corta que les pueda quitar eso. Saben que el amor que se han regalado durante estos cuatro años es amor más que suficiente para llenar una y mil vidas. Ambos saben que es por eso que se encontraron.


Quizás sea por eso, por quererse tanto, que Elena se esté apagando. Quizás un amor infinito sólo tenga cabida en una vida finita. Quizás, los amores infinitos son los que menos duran.

martes, 24 de abril de 2012

La enfermedad de Andrés



Un mal sabor de boca, esa era la máxima aspiración que tenía Andrés desde hacía mucho tiempo. Deseaba y añoraba sentir hasta un mal sabor de boca, y es que Andrés vivía en un mundo insípido, soso, monótono. Andrés padecía una extraña enfermedad, una enfermedad que fue mermando su sentido del gusto hasta hacerlo desaparecer. Fue matándolo poco a poco, y eso era lo peor: Andrés todavía recordaba el gusto ácido y dulce de las fresas, evocaba sentir una sopa en su boca y poder quejarse por estar ésta demasiado salada, quería volver a sentir esa explosión de sabores que se siente cuando se muerde un chicle por primera vez, cuando ese chicle relampaguea sabores en la boca. Ahora Andrés no masca chicles, para él hacerlo es como masticar un trozo de plástico.


A Andrés se le atragantan todas las comidas, no quiere comer, no le encuentra el gusto (nunca mejor dicho) al hecho de comer. Andrés está cada vez más delgado, las costillas se le marcan en la piel, el hueso de la cadera le clarea tras las carnes, las pocas carnes que lo sostienen. Ahora, visto a la luz de aquella lámpara de esferas amarillas que cuelga del techo de la sala de espera, Andrés casi parece no estar, desaparece en su languidez, sólo el brillo que se vislumbra en sus ojos le hace patente en la estancia. Es un brillo de esperanza, un brillo que llevaba demasiado tiempo sin verse en los ojos de Andrés.

Hace tiempo que le hablaron a Andrés de aquél extraño doctor y su extraña técnica para curar su extraña dolencia.

Andrés estaba ya en pijama, todavía esperaba ver al doctor y ya estaba preparado para entrar al quirófano. De la sala de espera pasó a una pequeña salita donde lo esperaba una enfermera a la que le colgaban los pies de la silla. Un pijama a cambio de cumplimentar mil cuestionarios, firmar mil advertencias y extender un cheque.

Todos los ahorros de Andrés estaban depositados en aquella clínica, pero merecía la pena por volver a vivir en un mundo de sabores. Quería volver a sentirse como cuando era niño al tener el empalagoso dulzor del chocolate en su boca, quería volver a sentir el fresco sabor de una sandía en el verano, quería recuperar el sabor herrumbroso que se siente cuando uno se lame su propia herida.

Seguía evocando sabores, rescatándolos de su memoria, cuando su nombre sonó de boca de aquella menuda enfermera: era su turno. Suponía que entonces conocería al doctor, y sin embargo, casi sin darse cuenta, se vio tumbado en la mesa del quirófano, allí le hicieron aspirar un gas, y mientras pensaba en el sabor que podría tener ese gas quedó profundamente dormido…




Andrés no sabe el tiempo transcurrido, sólo sabe que acaba de despertar en la habitación de la clínica. Despierto y consciente se busca cicatrices y dolores que no encuentra, sólo tiene sed. Un vaso con agua está en la mesita de noche, junto a la cama. Estira el brazo que no está atado a ningún gotero y lo alcanza con la mano. Se lo lleva a la boca.

Andrés nota entonces los sabores a PVC de las tuberías por las que viajó ese agua, el sabor a acero del grifo por la que se vertió, aprecia el cloro de ese agua de ciudad, nota incluso las notas de sabor a cristal que el vaso ha dejado impregnadas en el agua, cree notar hasta el sabor a nube de cuando esa agua aún no era lluvia.

Algo ocurre en el cuerpo de Andrés: su cerebro no es capaz de reconocer, analizar, catalogar, ni tan siquiera nombrar, aquello que está pasando en su boca. Andrés siente como su mente, su cuerpo, su persona, se deshace en sensaciones y sabores hasta perder la conciencia y morir de la manera más dulce.

El corredor


Una imagen del exterior, ¡una imagen nítida del exterior! Es lo único que quiero, es lo único que pido: una imagen nítida del exterior sin la cuadrícula que me devuelve el enrejado de esta maldita prisión.

Estoy cansado de moverme entre sombras matemáticamente organizadas, de no poder seguir el vuelo de un pájaro sin la interrupción de los barrotes. ¿Aquello que se ve es un pañuelo rojo?

Lejos, muy lejos, se vislumbra como una sombra cogida por alfileres la silueta de Esther. ¿Es ella? ¿Es ese su pañuelo rojo? ¿Me recuerda y viene a verme…?

Ya no la veo, no soy capaz de verla. Sólo cuando cierro los ojos su visita se hace real. Los barrotes desaparecen y ella está aquí, puedo mirarme en sus ojos. Sueño con ella, la devoro con los ojos que la noche me presta.

Ya está atardeciendo, las sombras toman un color violáceo, la luz que se cuela es naranja. Mi celda ahora es naranja, como mi uniforme.

Tras los colores anaranjados llegarán los rojizos, los violetas, la oscuridad de la noche, otra muesca a descontar de los días que me quedan hasta volver a verte.

Esther, pronto podré reunirme de nuevo contigo, sólo tengo que salir de esta celda y recorrer ese pasillo. 

Esther, espérame, esta vez prometo no hacerte daño.

sábado, 21 de abril de 2012

Vómito


Lo esperaba hacía tiempo, pero no por esperado fue menos doloroso. Aquella mañana cuando despertó fue realmente consciente de que Marta ya no estaba allí, ni estaba ni volvería a estar, lo había dejado claro como el agua la noche anterior, Marta lo había dejado la noche anterior.

Aquella mañana tomó el café más amargo de su vida. A Marcos le gustaba el café solo. Solo, corto, espeso y con poca azúcar, pero ya no recordaba lo que era tomar un café solo, realmente solo. El amargor del líquido negro y caliente sudado por los granos de café recién molidos se le agarró a la garganta. El salado que sentía en las comisuras de los labios le hizo saber de las lágrimas que estaba derramando.

Marcos sabía que ese no iba a ser un día fácil: la noche anterior, mientras cenaba con Marta, como otras tantas veces había hecho, fue disparado con palabras. Marcos nunca olvidará esa última cena con Marta, última cena en la que también se bebió vino. Marcos recuerda ahora la aspereza del vino tinto en su paladar, el sabor afrutado, esas notas a cerezas, las cerezas le recuerdan a Marta… el día que la conoció, de eso hace ya tanto, ella vestía una camiseta blanca sin mangas, con el logotipo de Pachá; era la moda, era verano, era en la playa... Eran jóvenes, estaban alegres, dispuestos a comerse el mundo de un bocado, y ahora a Marcos ese mundo se le había atragantado.

Su primera cita fue en una heladería frente al mar. Y recuerda Marcos ahora aquel granizado de limón. Marcos inspira fuertemente. Hasta él llegan las esencias a limón, los sabores ácidos y fríos que acabaron convirtiéndose aquella tarde en sabores dulces y tibios cuando se besaron por primera vez. Marcos recuerda el sabor a fresa ácida de aquellos primeros besos, el sabor a bizcocho recién hecho de los besos más maduros, recuerda los besos sazonados con pimienta. Y Marcos recuera ahora el sabor del último beso dado a Marta: la noche anterior, ella en la puerta, un beso de despedida, un beso con sabor a achicoria, a chocolate puro, a cianuro.

Marcos nota un desgarro en el estómago, siente que algo se le rompe por dentro, no le da tiempo a salir corriendo y allí mismo, en la cocina, vomita. El gusto a café vuelve a su boca, el amargor de la bilis quema su garganta, es como si una mano retorciese su estómago. Sigue vomitando. Ya no identifica lo que vuelca, ya no identifica más sabor que el sabor agrio del vómito. Y continua vomitando, y reconoce el sabor de la piel de Marta, identifica los sabores  de Marta: el pelo con toques de limón, sus mejillas dulzonas, el cuello que es como una cena casera, sus axilas saladas, los pechos adictivos como el chocolate, ese ombligo que sabe a juanola, su sexo acre, caliente, húmedo, con aroma a espliego, apetitoso, sus muslos ácidos, sus piernas refrescantes como la cerveza, sus pies macerados en miel.

Tantas veces como la devoró, tantas veces como ahora la está vomitando. Marcos se da cuenta: está vomitando su alma, y con ella se está vomitando él mismo. Comienza por los pies, los dedos se le arrugan, se le secan y desaparecen, luego es el propio pie el que desaparece dentro del tobillo, es tragado por éste y vomitado por Marcos. Marcos advierte trozos de él esparcidos por el suelo de la cocina, en el charco de vómito. Marcos es ya sólo una cabeza vomitando, una cabeza que implosiona hasta convertirse en nada, hasta convertirse en una última gota de vómito que cae al suelo.

-¿Marcos? ¿estás? – Una voz femenina tras la puerta- Soy yo Marta, voy a entrar –ruido de pestillos abriéndose y llaves girando- Vengo a recoger un par de cosas que necesito, ya vendrá mi hermana por el resto.

Marta entra en la casa, el olor desagradable a vómito le golpea en la nariz y atraviesa su garganta y allí se aferra.

-¿Marcos estás bien…?

Marta entra en la cocina y ve el charco de vómito aún caliente. Piensa en Marcos, piensa en la cena de anoche, piensa en el mal sabor de boca que se llevo al marcharse, era un sabor a medicina rancia. Marta llama al móvil de Marcos, está preocupado por él, es obvio que está enfermo, piensa. El móvil de Marcos suena en la encimera de la cocina.


Marta escribe una nota que deja en la nevera sujeta por un imán: llámame, y con una fregona limpia el suelo de Marcos.