martes, 24 de abril de 2012

La enfermedad de Andrés



Un mal sabor de boca, esa era la máxima aspiración que tenía Andrés desde hacía mucho tiempo. Deseaba y añoraba sentir hasta un mal sabor de boca, y es que Andrés vivía en un mundo insípido, soso, monótono. Andrés padecía una extraña enfermedad, una enfermedad que fue mermando su sentido del gusto hasta hacerlo desaparecer. Fue matándolo poco a poco, y eso era lo peor: Andrés todavía recordaba el gusto ácido y dulce de las fresas, evocaba sentir una sopa en su boca y poder quejarse por estar ésta demasiado salada, quería volver a sentir esa explosión de sabores que se siente cuando se muerde un chicle por primera vez, cuando ese chicle relampaguea sabores en la boca. Ahora Andrés no masca chicles, para él hacerlo es como masticar un trozo de plástico.


A Andrés se le atragantan todas las comidas, no quiere comer, no le encuentra el gusto (nunca mejor dicho) al hecho de comer. Andrés está cada vez más delgado, las costillas se le marcan en la piel, el hueso de la cadera le clarea tras las carnes, las pocas carnes que lo sostienen. Ahora, visto a la luz de aquella lámpara de esferas amarillas que cuelga del techo de la sala de espera, Andrés casi parece no estar, desaparece en su languidez, sólo el brillo que se vislumbra en sus ojos le hace patente en la estancia. Es un brillo de esperanza, un brillo que llevaba demasiado tiempo sin verse en los ojos de Andrés.

Hace tiempo que le hablaron a Andrés de aquél extraño doctor y su extraña técnica para curar su extraña dolencia.

Andrés estaba ya en pijama, todavía esperaba ver al doctor y ya estaba preparado para entrar al quirófano. De la sala de espera pasó a una pequeña salita donde lo esperaba una enfermera a la que le colgaban los pies de la silla. Un pijama a cambio de cumplimentar mil cuestionarios, firmar mil advertencias y extender un cheque.

Todos los ahorros de Andrés estaban depositados en aquella clínica, pero merecía la pena por volver a vivir en un mundo de sabores. Quería volver a sentirse como cuando era niño al tener el empalagoso dulzor del chocolate en su boca, quería volver a sentir el fresco sabor de una sandía en el verano, quería recuperar el sabor herrumbroso que se siente cuando uno se lame su propia herida.

Seguía evocando sabores, rescatándolos de su memoria, cuando su nombre sonó de boca de aquella menuda enfermera: era su turno. Suponía que entonces conocería al doctor, y sin embargo, casi sin darse cuenta, se vio tumbado en la mesa del quirófano, allí le hicieron aspirar un gas, y mientras pensaba en el sabor que podría tener ese gas quedó profundamente dormido…




Andrés no sabe el tiempo transcurrido, sólo sabe que acaba de despertar en la habitación de la clínica. Despierto y consciente se busca cicatrices y dolores que no encuentra, sólo tiene sed. Un vaso con agua está en la mesita de noche, junto a la cama. Estira el brazo que no está atado a ningún gotero y lo alcanza con la mano. Se lo lleva a la boca.

Andrés nota entonces los sabores a PVC de las tuberías por las que viajó ese agua, el sabor a acero del grifo por la que se vertió, aprecia el cloro de ese agua de ciudad, nota incluso las notas de sabor a cristal que el vaso ha dejado impregnadas en el agua, cree notar hasta el sabor a nube de cuando esa agua aún no era lluvia.

Algo ocurre en el cuerpo de Andrés: su cerebro no es capaz de reconocer, analizar, catalogar, ni tan siquiera nombrar, aquello que está pasando en su boca. Andrés siente como su mente, su cuerpo, su persona, se deshace en sensaciones y sabores hasta perder la conciencia y morir de la manera más dulce.

El corredor


Una imagen del exterior, ¡una imagen nítida del exterior! Es lo único que quiero, es lo único que pido: una imagen nítida del exterior sin la cuadrícula que me devuelve el enrejado de esta maldita prisión.

Estoy cansado de moverme entre sombras matemáticamente organizadas, de no poder seguir el vuelo de un pájaro sin la interrupción de los barrotes. ¿Aquello que se ve es un pañuelo rojo?

Lejos, muy lejos, se vislumbra como una sombra cogida por alfileres la silueta de Esther. ¿Es ella? ¿Es ese su pañuelo rojo? ¿Me recuerda y viene a verme…?

Ya no la veo, no soy capaz de verla. Sólo cuando cierro los ojos su visita se hace real. Los barrotes desaparecen y ella está aquí, puedo mirarme en sus ojos. Sueño con ella, la devoro con los ojos que la noche me presta.

Ya está atardeciendo, las sombras toman un color violáceo, la luz que se cuela es naranja. Mi celda ahora es naranja, como mi uniforme.

Tras los colores anaranjados llegarán los rojizos, los violetas, la oscuridad de la noche, otra muesca a descontar de los días que me quedan hasta volver a verte.

Esther, pronto podré reunirme de nuevo contigo, sólo tengo que salir de esta celda y recorrer ese pasillo. 

Esther, espérame, esta vez prometo no hacerte daño.

sábado, 21 de abril de 2012

Vómito


Lo esperaba hacía tiempo, pero no por esperado fue menos doloroso. Aquella mañana cuando despertó fue realmente consciente de que Marta ya no estaba allí, ni estaba ni volvería a estar, lo había dejado claro como el agua la noche anterior, Marta lo había dejado la noche anterior.

Aquella mañana tomó el café más amargo de su vida. A Marcos le gustaba el café solo. Solo, corto, espeso y con poca azúcar, pero ya no recordaba lo que era tomar un café solo, realmente solo. El amargor del líquido negro y caliente sudado por los granos de café recién molidos se le agarró a la garganta. El salado que sentía en las comisuras de los labios le hizo saber de las lágrimas que estaba derramando.

Marcos sabía que ese no iba a ser un día fácil: la noche anterior, mientras cenaba con Marta, como otras tantas veces había hecho, fue disparado con palabras. Marcos nunca olvidará esa última cena con Marta, última cena en la que también se bebió vino. Marcos recuerda ahora la aspereza del vino tinto en su paladar, el sabor afrutado, esas notas a cerezas, las cerezas le recuerdan a Marta… el día que la conoció, de eso hace ya tanto, ella vestía una camiseta blanca sin mangas, con el logotipo de Pachá; era la moda, era verano, era en la playa... Eran jóvenes, estaban alegres, dispuestos a comerse el mundo de un bocado, y ahora a Marcos ese mundo se le había atragantado.

Su primera cita fue en una heladería frente al mar. Y recuerda Marcos ahora aquel granizado de limón. Marcos inspira fuertemente. Hasta él llegan las esencias a limón, los sabores ácidos y fríos que acabaron convirtiéndose aquella tarde en sabores dulces y tibios cuando se besaron por primera vez. Marcos recuerda el sabor a fresa ácida de aquellos primeros besos, el sabor a bizcocho recién hecho de los besos más maduros, recuerda los besos sazonados con pimienta. Y Marcos recuera ahora el sabor del último beso dado a Marta: la noche anterior, ella en la puerta, un beso de despedida, un beso con sabor a achicoria, a chocolate puro, a cianuro.

Marcos nota un desgarro en el estómago, siente que algo se le rompe por dentro, no le da tiempo a salir corriendo y allí mismo, en la cocina, vomita. El gusto a café vuelve a su boca, el amargor de la bilis quema su garganta, es como si una mano retorciese su estómago. Sigue vomitando. Ya no identifica lo que vuelca, ya no identifica más sabor que el sabor agrio del vómito. Y continua vomitando, y reconoce el sabor de la piel de Marta, identifica los sabores  de Marta: el pelo con toques de limón, sus mejillas dulzonas, el cuello que es como una cena casera, sus axilas saladas, los pechos adictivos como el chocolate, ese ombligo que sabe a juanola, su sexo acre, caliente, húmedo, con aroma a espliego, apetitoso, sus muslos ácidos, sus piernas refrescantes como la cerveza, sus pies macerados en miel.

Tantas veces como la devoró, tantas veces como ahora la está vomitando. Marcos se da cuenta: está vomitando su alma, y con ella se está vomitando él mismo. Comienza por los pies, los dedos se le arrugan, se le secan y desaparecen, luego es el propio pie el que desaparece dentro del tobillo, es tragado por éste y vomitado por Marcos. Marcos advierte trozos de él esparcidos por el suelo de la cocina, en el charco de vómito. Marcos es ya sólo una cabeza vomitando, una cabeza que implosiona hasta convertirse en nada, hasta convertirse en una última gota de vómito que cae al suelo.

-¿Marcos? ¿estás? – Una voz femenina tras la puerta- Soy yo Marta, voy a entrar –ruido de pestillos abriéndose y llaves girando- Vengo a recoger un par de cosas que necesito, ya vendrá mi hermana por el resto.

Marta entra en la casa, el olor desagradable a vómito le golpea en la nariz y atraviesa su garganta y allí se aferra.

-¿Marcos estás bien…?

Marta entra en la cocina y ve el charco de vómito aún caliente. Piensa en Marcos, piensa en la cena de anoche, piensa en el mal sabor de boca que se llevo al marcharse, era un sabor a medicina rancia. Marta llama al móvil de Marcos, está preocupado por él, es obvio que está enfermo, piensa. El móvil de Marcos suena en la encimera de la cocina.


Marta escribe una nota que deja en la nevera sujeta por un imán: llámame, y con una fregona limpia el suelo de Marcos.