Aquel póster corporativo de
hospitales privados había hipnotizado a Elena, quien ensimismada lo miraba enumerando
aquellas ciudades donde había réplicas exactas de hospitales como aquél en el
que ella estaba.
Elena estaba nerviosa y
temblorosa, las manos empapadas en sudor la delataban como la hipocondriaca que
era. Tenía pánico a los médicos y a sus diagnósticos. Tenía miedo a la
enfermedad que no al dolor de la cura, pero llevaba varios días con molestias y
aquella mañana se había despertado con la corazonada de que debía acudir a
urgencias del hospital, que si no acudía ese mismo día lo lamentaría durante
toda su vida. Elena se armó de valor, estuvo todo el día reuniéndolo, juntando
cachitos de valentía que le hicieran olvidar el verde del quirófano, el falso
olor a limpio de los hospitales, la luz fría que ilumina los impersonales
pasillos de cualquier hospital, el atronador silencio que se respira por las
noches en esos mismos pasillos, la sensación de soledad, impotencia, miedo y
muerte que desprende cualquier enfermedad por leve que ésta sea.
Era la primera vez que Elena se
enfrentaba sola al hastío de la sala de espera. La última vez que lo hizo, de
esto hace mucho mucho tiempo, lo hizo acompañada de Sebastián. Fue él quien la
instó a que acudiera a urgencias, ella no quería: “¿Y si me sacan algo malo?”
repetía intentando no usar el tono de voz de una niña malcriada. “¿Y si no te
lo sacan y te consume?” le susurraba él, le imploraba él apretando las manos de
ella entre las suyas como quien emite plegarias antes de acostarse. Sebastián
sonrió feliz al saber que no era más que un quiste benigno, un pequeño susto. Elena
durmió tranquila esa noche como no lo hacía desde que era niña.
Elena ahora tenía el mismo miedo
y angustia que aquella otra vez hace mucho, mucho tiempo. Elena tuvo suerte una
vez, no tenía por qué repetirse aquel golpe de azar. Elena se sabía sin suerte,
de haberla tenido ahora Sebastián seguiría allí, a su lado, y de haber tenido
suerte ella no le habría asfixiado con sus silencios, no le habría hecho
enloquecer con sus manías, no le habría abierto la puerta y empujado a la calle.
Elena se replegó en sus pensamientos y su cuerpo respondía recogiéndose sobre
sí mismo en la incómoda silla de la sala de espera, y tiembla, Elena está temblando.
- No tengas miedo.
Una voz masculina saca a Elena de
su ensimismamiento. Elena gira la cara y se tropieza con unos ojos verdes que le
hacen sentir un vendaval corriéndole por dentro. Esos ojos de ese desconocido le
son familiares aún siendo de un extraño. En instantes, casi sin quererlo pero
sin perder detalle, Elena recorre el rostro de aquel extraño: pelo moreno,
revuelto, ojos verdes y sinceros, sedosos, cara de líneas rectas, la barba a
medio recortar, nariz angulosa… los labios carnosos, besables, cordiales, que
dibujan la sonrisa de un duende libidinoso.
Elena casi no acierta a
responder.
- No tengo miedo, ya no.
Elena, ruborizada, se atreve ahora
a mirar de reojo el cuerpo de aquel hombre, un cuerpo grande y protector, ropa
deportiva, y mira como con la mano derecha sujeta una muñeca izquierda hinchada.
El nombre de Elena resuena en la sala de espera de aquel hospital, una voz
impersonal y cansada la está llamando por la megafonía.
-Ahora no tengo tiempo, pero… -balbucea Elena.
-Tranquila Elena –Elena escucha su nombre en
aquella voz y nota como le tiritan las rodillas- Te espero aquí.
Elena, sin
miedo, presta su cuerpo a las pruebas y los análisis, pero sólo su cuerpo, su
alma sigue en la sala de espera, al lado de aquel hombre al que le duele la
muñeca izquierda y que la está esperando.
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Paco espera en
la calle fumando un cigarro, a sus espaldas las puertas de urgencias de un gran
hospital. Paco, con el brazo izquierdo en cabestrillo y la muñeca vendada,
repasa lo ocurrido sin dejar de estar atento a quién entra y sale de aquel
hospital, se palpa la cabeza buscando un chichón, una brecha, una señal de un
golpe inexistente que explicase lo ocurrido: su necesidad de hablar con Elena.
Paco recuerda su
negativa inicial a jugar esa tarde ese partido de tenis, piensa en lo que le
tuvieron que insistir para que fuera. Ahora Paco agradece el golpe dado contra
su compañero de dobles y que le había llevado hasta las puertas de urgencias de
aquel hospital.
Él ya estaba
en la sala de espera cuando entró ella. Él se había caído jugando al tenis y se
dolía de la muñeca, él estaba esperando los resultados de las radiografías
cuando entró ella: una mujer menuda, joven, de su misma edad más o menos, con
el pelo largo y ondulado, castaño, con destellos pelirrojos, un vestido largo y
fresco bailando al compás que ella marcaba a cada paso que daba. Él escucha que
lo llaman por megafonía, lo ignora, la sigue con la mirada, ve donde se sienta,
y se sienta junto a ella.
Paco,
entonces, la observó en la cercanía sin que ella, sumida en sus pensamientos,
lo advirtiese: piel pálida, nariz pequeña y pecosa, ojos marrones de largas
pestañas, barbilla redondeada, labios de sabor a miel. Elena estaba juntó a él
sin artificios, sin maquillaje ni máscaras, mostrándole quien era ella y no
pudiendo disimular el miedo que sentía. Paco quedó atrapado en ella.
El corazón de Paco
brinca cada vez que, tras las puertas tintadas de urgencias, cree ver la
silueta de Elena. No entiende qué hace allí, no sabe por qué la está esperando,
no sabe siquiera si ella aparecerá. Enciende otro cigarro, gira su cuerpo para
evitar la brisa que le apaga la llama del mechero y ve, casi hipnotizado, como
se abren las puertas de aquel hospital y Elena aparece iluminada por la luz de
aquel atardecer de verano.
-Hola, soy Paco.
-Hola soy Elena.
-Lo sé…
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Elena continua adormecida en la
cama, lleva así ya varios días. Paco, a su lado, la observa, no se separa de
ella, quiere que ella abra los ojos y sea a él lo primero que vea, él quiere
verse reflejado en esos ojos marrones de largas pestañas.
Paco observa detenidamente el
rostro de la mujer que ama, y que lleva amando ya cuatro años, los mejores
cuatro años de su vida, sin duda. Paco acaricia la cabeza desnuda de Elena, la
arropa suavemente, con miedo por hacerle daño en su débil cuerpo, se detiene en
los brazos, delgados como juncos, castigados por agujas conectadas a goteros, las
ojeras enmarcando las cuencas de los ojos. Paco la sigue viendo hermosa.
Hoy hace cuatro años que Paco y
Elena se conocieron en la sala de espera de aquel hospital, hoy hace cuatro
años que empezaron las visitas a los médicos, las revisiones, las
intervenciones, los tratamientos…
Elena había perdido ya su miedo a
los médicos y sus diagnósticos. Cuando le dieron el suyo, el peor de todos,
Elena permanecía tranquila, Paco la acompañaba, estaba a su lado, cogiéndola de
la mano, abrazándola con la mirada.
-No tengas miedo.- Le decía una y otra vez.
-No tengo miedo.- Le respondía ella sonriendo.
Nunca, en ningún momento, Paco se
separó de Elena y Elena, nunca, en ningún momento, mostró ante Paco ni ante
nadie síntomas de miedo o preocupación:
-¡Qué sea lo que sea! Me da igual –solía decirle
Elena sonriendo a Paco- Si muero mañana y lo hago a tu lado habrá merecido la
pena.
Habrían sido cuatro años
infernales para cualquier otro, pero para Paco y Elena han sido los cuatro
mejores años de todas sus vidas. Han saboreado la felicidad de saberse el uno
junto al otro a cada instante, han devorado las sonrisas, las complicidades,
los silencios buscados, las caricias, los embistes. Paco y Elena son dos
personas que nacieron para encontrarse. Elena sabía que era la diosa de Paco, y
Paco sabía que él era el ángel de Elena.
Paco y Elena se quisieron y
quieren tanto que no hay vida suficientemente corta que les pueda quitar eso.
Saben que el amor que se han regalado durante estos cuatro años es amor más que
suficiente para llenar una y mil vidas. Ambos saben que es por eso que se
encontraron.
Quizás sea por eso, por quererse
tanto, que Elena se esté apagando. Quizás un amor infinito sólo tenga cabida en
una vida finita. Quizás, los amores infinitos son los que menos duran.