martes, 5 de junio de 2012

El cuento más triste del mundo

“Erase que se era, no hace tanto tanto tiempo, en un lugar cercano que vivía un joven príncipe, un joven príncipe que una mañana despertó sumido en un hechizo de tristeza. Vagaba por los rincones de las frías salas de su frío castillo, ocultándose en las sombras, secándose las lágrimas que le caían a cada suspiro. Un día, su madre la reina, decidió llamar a la bruja más poderosa de aquellas tierras, quien se reunió con el joven príncipe y escuchó sus tristezas. La bruja capturó estas tristezas en un tintero y con esa tinta escribió el cuento más triste jamás escrito. Un cuento que habla de bailarinas cojas y pintores ciegos. De estrellas que viven en países donde nunca anochece y de magos sin chisteras ni conejos. Todas las profundas tristezas del joven príncipe fueron traspasadas, palabra por palabra, a las hojas de aquel libro, libro que la poderosa bruja escondió en lo más profundo de las mazmorras, pues sabía que quien lo leyera caería vencido por la más profunda de las tristezas.

Y ese libro fue encontrado y leído, y pasó de mano en mano, y ahora está aquí conmigo y desafío a quien quiera leerlo. Si sois capaz de leer dos hojas al azar de este cuento sin derramar una lágrima, os llevaréis dos monedas, si por el contrario lloráis, o cualquier peor cosa, las dos monedas serán para mi.”

Enrique quedó boquiabierto con las palabras de aquel feriante, un hombre con aspecto de pobre diablo, de mendigo viejo. Un hombre menudo, cubierto por mantas haraposas y calzones roídos, delgado, calvo, de largos cabellos y barba blanca. En una mano un bastón hecho con una rama de olivo sobre el que descansaba el peso de su encorvado cuerpo, y en la otra: un viejo y mohoso libro que blandía sobre su cabeza. Ni tan siquiera valiéndose de la altura que aquel artesanal e improvisado escenario le daba, lograba parecer persona.

A Enrique le gustó el cuento pero no acabó de creerlo: ¿quién y por qué iba nadie a querer leer un libro para estar triste? A Enrique no le gusta leer para entristecerse, a Enrique le gustan los libros para viajar, para enamorarse de exóticas mujeres de carnes negras, para sentirse un oso, un lobo o un señor. 

Enrique, con sus ventidós años, es un muchacho inquieto, despierto, alto y fibroso como un potro, de rasgos aún finos y barba ya cerrada, moreno de piel y pelo, ojos oscuros y tranquilos. Enrique trabaja en el monasterio, ayuda a los monjes a encuadernar y reparar las pieles de las cubiertas de los antiguos códices, y es por eso que no sale mucho, su única salida es al barrio de los curtidores, donde tiene que ir casi todas las semanas a recoger o encargar los pedidos de cuero. Pero últimamente Enrique acelera las visitas, va incluso sin que haya verdadera necesidad para ello, y es que Enrique ha conocido allí a Mariela.

Mariela tiene diecisiete años, y no ha mucho que ha empezado a trabajar tintando de vivos colores los malolientes cueros, como ya lo hacía su madre. Los tintes de la casa de Mariela son los más valorados en la región, y es porque la madre de Mariela es de tierras de más allá del horizonte, y su técnica y sus pigmentos, son secretos traídos de tierras extranjeras. Y también de aquellas lejanas tierras provienen los ojos verdes de Mariela, su cabello color fuego y su piel blanca como la nieve de las montañas. Y Enrique se imagina tocando esa piel y, al igual que ocurre con la nieve, se acaba quemando.

Enrique había estado hablando con Mariela esa misma mañana, la excusa que había usado para presentarse en su casa está vez había sido interesarse por unos tintes, que sabía no iban a llegar hasta bien pasada la luna nueva. Mariela ya se había acostumbrado a Enrique, sabía que no pasa una semana sin que aparezca por su casa, unas veces con motivo, el cual alarga para alargar la visita, otras veces sin motivo. Mariela recuerda divertida incluso aquella vez que se presentó fingiendo haberse equivocado de puerta. A Mariela Enrique le hace gracia, le gusta su pose desgarbada, su tartamudeo nervioso cuando le habla, su sonrisa amplía y sincera, se imagina envuelta en aquellos largos brazos, siendo susurrada al oído… Mariela espera ansiosa la visita, con o sin motivo, de Enrique. Y es por eso que, esta mañana cuando él ha ido a verla con una escusa vaga, ella le ha dejado entrever que esa misma tarde iría a la feria de la plaza, y es por eso que Enrique, vestido con su camisa más blanca, está paseando por la feria de la plaza.

Enrique ojea los puestos de la feria: los hay de comida, los hay de bebidas, atracciones como el viejo y su libro, la víbora de dos cabezas, o los gemelos cuasiforzudos, pero todos cuestan dinero, y Enrique cae en la cuenta de que quiere agasajar a la más hermosa de las mujeres sin una moneda en el bolsillo, y sus ojos de cruzan con los del viejo del libro.

Enrique observa el libro. Realmente es un libro antiguo, muy antiguo, le entra la curiosidad: ¿qué mal puede hacerle un libro? Y más a él: si hay un hombre feliz ahora mismo es él. Él va a estar con Mariela esta tarde, va a estar con ella hablando de todo y de nada pero no de pieles y tintes, va a poder mirarse en esos ojos verdes con el aire impregnado en el aroma de las manzanas asadas, va a poder pasear con ella, alejarse de la plaza, adentrarse en el bosque, y… ¿quién sabe? quizás hasta podrá robarle un beso. Pero todo eso no será posible si ni tan siquiera tiene media moneda para comprarle algo bonito en los puestos de alhajas.

-Si sois capaz de leer dos hojas al azar de este cuento sin derramar una lágrima, os llevaréis dos monedas, si por el contrario lloráis, o cualquier peor cosa, las dos monedas serán para mi.- Repite el viejo con voz cansina.

Enrique decide que esas dos monedas serán para él y para Mariela, levanta la mano ofreciéndose voluntario. El grupo de gente que rodea el tenderete del viejo se gira hacía Enrique, unos lo miran sorprendidos, otros con risas entrecortadas, otras, las más mayores, con lástima y miedo.

-Sube muchacho, sube...

Dice el viejo mientras le acerca la punta del bastón para que le sirva de ayuda al subir al escenario. Enrique se aferra al bastón y de un salto sube. Comprueba sorprendido que aquel viejo tiene mucha más fuerza de la que aparenta.

-¡He aquí un valiente! –grita el viejo a la docena de personas que observaban el espectáculo- ¿Estás decidido a lo que vas a hacer? Otros muchos lo han intentado y debo advertirte que todos se arrepienten de haberlo hecho. Este libro ha hecho llorar a capitanes del ejército imperial, a prostitutas y obispos, a nobles, príncipes y brujas. He aquí el libro maldito –dice enseñándolo a la concurrencia- ¡Toma! Ábrelo al azar y comienza a leer, no lo hagas en voz alta y no pares hasta no terminar dos hojas completas. Si finalizas sin derramar una lágrima las dos monedas son tuyas y podrás hacer con ellas lo que quieras.

El viejo entregó el libro a Enrique, éste lo ojeó. Realmente era un libro viejo, posiblemente era el libro más viejo que Enrique había visto nunca. Los cueros de las cubiertas estaban cuarteados, las inscripciones, antaño en pan de oro, apenas se podían leer, pero se adivinaba un título: “Saltamontes sin color”. Antes de abrir el libro Enrique vigila la plaza buscando los ojos verdes de Mariela.

Enrique abre el libro hacia la mitad, antes de empezar a leer comprueba que las hojas están estropeadas, todas ellas, por las lágrimas de aquellos que antes que él intentaron leer el libro. Eso no intimida a Enrique. Enrique se sabe feliz, es joven, está sano y Mariela le está esperando. Mientras Mariela esté ahí él será un hombre feliz.



Enrique no recuerda lo ocurrido, está rodeado de una docena de personas que lo felicitan y dan palmadas en la espalda. Tras él, un viejo subido a un escenario, grita maldiciones antiguas y advertencias incomprensibles.

Enrique se descubre dos monedas en la mano. No sabe qué hacer con ellas, marcha a casa. Unos ojos verdes derraman lágrimas y un viejo subido a un escenario se lamenta:

El libro siempre gana…